DOS HERMANOS COMO EL AGUA Y EL ACEITE



Mi abuela decía que todos sus hijos eran diferentes, ella tuvo doce. Me mostraba su manito y me explicaba que, así como cada dedo no se parece al otro, así eran los hijos.

Y un día el Señor contó una historia de dos hijos muy diferentes. Se encuentra en Lucas 15, te invito a que lo leas de nuevo, sé que lo has leído un montón de veces, pero esta vez hagámoslo juntos.

Los fariseos y escribas siempre estaban al acecho de Jesús, mirando en qué podían hacerlo caer, lo criticaban constantemente por comer con pecadores y publicanos. Los fariseos eran la casta religiosa de la época, eran una especie de vacas sagradas que no se podían tocar. Y en ese contexto el Señor les cuenta esta historia.

El hijo menor de esta historia le pide la herencia a su padre antes de tiempo, pues esta solo se da cuando el padre fallece. Le correspondía un tercio de la herencia, ya que al hijo mayor le correspondían dos tercios, así estaba establecido en la ley. Y este Padre amoroso le dio su herencia, lo dejó en libertad.

Este hijito tomó su dinero, se fue a una tierra muy lejana y vivió perdidamente. Notemos que el Señor dijo: “viviendo perdidamente”, ese es el amor de nuestro Dios, se reservó todo lo demás, no dio más explicaciones, no entró en detalles. No obstante, a este hijo menor se le acabó el dinero en menos de nada, se dedicó a malgastarlo y, de repente, hubo hambre en aquella tierra y este hijo se vio en aprietos. 

Las dificultades en las manos del Señor nos corrigen y nos restauran, y Dios estaba apretando las tuercas de este hijo para tratar con él. El Señor tiene que desmenuzarnos, tiene que presionarnos para que volvamos a Él y nos sometamos a su guía, Dios tiene que pasarnos por la dificultad, por la crisis, por la tormenta para hacernos entender que nuestro camino está en contravía de Su Espíritu, tiene que causarnos dolor para que salgamos de nuestra comodidad.

Y a este hijo pródigo “comenzó a faltarle el dinero”, es decir que se le fue acabando de a poquitos, no de una vez. El Señor nos aprieta un poquito, nos corrige y si no aprendemos la lección, nos aprieta un poco más y si no entendemos, nos aprieta otro poquito más duro; cuántos años Dios apretó al pueblo de Israel y no entendieron, entonces si con lo pequeño no entendemos, envía algo más fuerte; por ejemplo, en el Apocalipsis, vienen primero los sellos, luego las trompetas y luego las copas, de menos a más.

¿Qué hicieron estas disciplinas y estos tratos?, el hijo volvió en sí, pero primero tuvo que juntarse con los cerdos. Para los judíos esto era una ofensa, una maldición; sin embargo, esto lo hizo reflexionar y darse cuenta de su grave pecado. Notemos que lo primero que hizo cuando el hambre lo cercó fue correr para juntarse con los cerdos, no corrió a su padre. Cuando viene la dificultad lo primero que debemos hacer es correr a los brazos de nuestro Dios. 

Cuando hubo hambre en tiempos de Abraham, él corrió a Egipto, no corrió a buscar al Señor al respecto, no buscó su consejo, buscó ayuda humana cuando no debía. Cuando hubo hambre en Belén de Judá, en tiempos de los jueces, Elimelec, esposo de Noemí, se fue a Moab, se fue a un lugar que estaba prohibido por el Señor, a una tierra pagana, no fue a refugiarse en el Señor, no buscó consejo del Señor, no buscó refugiarse bajo las alas del Altísimo. Elimelec perdió su fe, su confianza en el Señor y buscó en el lugar equivocado, y llegó la tragedia a su vida y a su familia. 

Dice el Señor ─por nada estéis afanosos─. Y ¿por qué nos preocupamos y buscamos en los lugares equivocados?, porque perdemos nuestra confianza en el Señor y al perderla perdemos de vista a Aquel que es la respuesta a cada una de nuestras necesidades.

Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan. Hebreos 11: 6

Entonces este hijo en medio de su dificultad, entendió que debía volver al lugar del cual nunca debió haber salido, a la casa de su padre. Decidió que iba a levantarse e ir a su padre, se arrepintió de corazón y esto es solo obra del Señor, Dios es el único que nos puede conceder el arrepentimiento, que nos puede despertar el espíritu para correr a sus brazos, el Espíritu Santo nos redarguye y nos confronta, Él nos da Su Gracia para levantarnos y correr a nuestro Padre en busca de su perdón y restauración. Fue la gracia de Dios que hizo que este hijo se levantara y fuera a su padre.

Este hijo pródigo se humilló, se dio cuenta de su bajeza, no se justificó, se dio cuenta de su absoluta necesidad y de la suficiencia de su padre. No somos dignos de su gracia, su misericordia es inmerecida y, sin embargo, Dios nos ama y Él es suficiente para nosotros, no necesitamos más. Él quería ser el jornalero de su padre, no se sentía digno de ser su hijo.  El padre lo estaba esperando, nunca perdió la fe de volverlo a ver y cuando lo vio de lejos, corrió hacia su hijo, fue el padre que corrió; en el oriente se les guarda mucho respecto a los padres y ellos conservan su dignidad, pero este padre se olvidó de eso y corrió, lo abrazó y lo besó. Este es nuestro Dios y su gran misericordia.

La misericordia nos tiene que hacer correr, correr para perdonar, el Padre ha corrido y nos ha perdonado, no podemos olvidar la misericordia del Señor con nosotros, podemos perdonar con ese amor de Cristo que ahora vive en nuestros corazones. Este padre corrió hacia su hijo y lo besó, en el original dice le besó “repetidas veces”. Su hijo ni siquiera alcanzó a decirle que lo dejara ser como uno de sus jornaleros, sino que inmediatamente su padre le hizo poner el vestido ─que representa la justicia de Cristo─, este hijo fue justificado por la gracia de Dios, y no hay cosa que el Señor valore más que un corazón contrito y humillado, un corazón sincero que se derrama ante Él. Le pusieron un anillo que representaba el sello de la familia. Le colocaron zapatos, los esclavos no tenían calzado ni anillos, los hijos sí. Y mataron un becerro en honor a él e hicieron fiesta, esto nos habla del sacrificio de Cristo. Qué gran celebración hubo ese día.

Pero, su otro hijito, el hermano mayor llegó y oyó la algarabía y la fiesta, y preguntó a uno de los criados─ no fue capaz de preguntarle a su padre─, y tanto el criado como el padre le dijeron “tu hermano” ha vuelto y a este hijo mayor se le revolvió el estómago, se preguntó cómo su padre podía hacer fiesta por ese desagradecido, esperaba que su padre le diera una gran reprimenda o lo echara, quizás él sí lo hubiera hecho. Esto me recuerda a Jonás cuando se disgustó con Dios por no destruir a Nínive, ver Jonás 4: 8 – 11.

Este hijo mayor no quiso participar de la fiesta, de esa celebración que representa la resurrección. El padre no le rogó que entrara, lo dejó afuera con su amargura, era su decisión, el padre querría verlo también a él celebrando, pero no lo hizo. Dios se reúne con nosotros en el terreno de la Resurrección, de la vida.

Este hijo mayor representa a esa casta de religiosos, a ese legalismo que se cuela en el corazón, a estos fariseos sin misericordia. El religioso legalista se sienta sobre su ego, su enfoque siempre está en sí mismo, está cómodo en sus doctrinas y en su propio camino, y está vestido de su propia justicia, él se siente muy santo ante los demás. Como aquella historia que el Señor contó acerca del fariseo y el publicano ¿se acuerdan? Lucas 18: 9 – 14.

Este hijo mayor le habló con desprecio a su padre y le dijo: “tantos años te he servido sin traspasar tus mandamientos”, es decir este hijo se molestó con la Gracia de Dios, este hijo se amargó, porque el legalismo religioso es rígido, inflexible, no se le puede enseñar nada nuevo porque se las sabe todas, cita versículo tras versículo y a veces fuera de su contexto para justificar sus creencias rígidas y sus prejuicios. Un religioso legalista piensa que a través de sus propias obras podrá llegar a conocer al Señor, cree que merece algo y que es demasiado bueno, no vive por la Gracia del Señor, piensa que puede añadir algo al sacrificio de Cristo, siendo que este fue un sacrificio perfecto una vez y para siempre (ver hebreos 7: 27, 10: 11 – 12)

Como escribió Frank Viola: Y es por eso que un legalista nunca llegará a conocer las profundidades de Cristo hasta que esté libre de su mente farisaica. “La letra mata, pero el Espíritu da vida”, dijo un apóstol. La naturaleza remilgada, hiperpuntillosa, fastidiosa y pedante de la mente legalista no está interesada en mucho más que en encontrar fallas. Y, por lo tanto, siempre extrañará a Jesucristo cuando esté frente a ellos. Sí, Jesús, todo lo que escuchamos en tu charla de una hora sobre el reino de Dios fue “bla, bla, bla… No requiero que mis discípulos se laven las manos antes de comer. ¡¡HEREJÍA!!".

“Tantos años te he servido y no me has dado ni un cabrito”, pero este hijo lo tenía todo, tenía los dos tercios de la herencia, tenía a su padre, que era lo más importante. Qué orgullo en el corazón de este hijo. Señor yo ayuno, yo oro sagradamente cada día, yo diezmo, todos los domingos voy a misa o al culto sin faltar un solo día, he practicado todos los sacramentos, estoy en un ministerio, realizo mis estudios bíblicos y todo lo demás, y ¿qué tengo a cambio? Pero, si lo tenemos a Él, ¿acaso no es suficiente? Es como si Dios nos debiera algo por nuestro servicio, es como esperar algo a cambio, trabajar solo por una recompensa. Dios no está colocando medallas ni dando trofeos, Él no nos está poniendo en el salón de la fama por nuestro servicio a Él. Esa es la ingratitud del corazón del ser humano, que quiere más y más, y nunca se sacia. Nuestra recompensa es Él, nuestro premio mayor es la Vida de Él, si el Señor no está, nos falta todo, si lo tenemos, somos más que ricos.

Este hermano mayor no dijo “mi hermano”, sino “tu hijo”, lo despreció con ira, con envidia, con celos, con egoísmo. Además, contó que se había perdido con “rameras”, el Señor se reservó ese detalle, pero su hermano no, él se lo echó en cara a su hermano, así es el religioso legalista, que juzga, acusa, culpa, critica, cuando el corazón solo lo conoce el Señor. Este hermano no tuvo misericordia, así es el religioso, el niño espiritual. 

Caín ofreció el fruto de sus manos, es decir, ofreció su propia justicia, en cambio Abel ofreció una vida vacía de sí mismo, ofreció una ofrenda basada en un sacrificio, solo a través de Cristo tenemos redención. Esto no se trata de nosotros y nuestras “buenas obras”, esto se trata de Cristo.

La religiosidad, el legalismo siempre conducirán a la amargura y este hijo mayor era un amargado. Vivir bajo la rigidez de la ley conduce a la amargura tarde que temprano, la amargura es evidente para los demás menos para el que la posee. La relación del hijo mayor con su padre se había impregnado de legalismo, y el peligro es que nuestra relación con el Señor se puede impregnar de religiosidad de alguna manera, en cualquier momento si no estamos atentos; es tan sutil, que puede penetrar las fibras de nuestro corazón y envenenarnos, el legalismo puede ser nuestro huésped cuando menos lo esperamos. 

Este hijo mayor, aunque estuvo al lado de su padre, nunca conoció su corazón. Los fariseos de la época de Jesús nunca entendieron que la gracia hace parte del carácter de nuestro Padre y Jesús vino a dárnoslo a conocer. Los discípulos esperaban que Jesús le diera su bofetón a Judas por traicionarlo, pero lo recibió con la palabra “amigo”. Este es el corazón de nuestro Señor.

Jesús le dice: ¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto, ha visto (también) al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre? Juan 14: 9

Carísimos, amémonos unos a otros; porque la caridad es de Dios. Cualquiera que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no conoce a Dios; porque Dios es caridad. En esto se mostró la caridad de Dios en nosotros, en que Dios envió su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. 1 Juan 4: 7 – 9

Como escribió Cheryl McGrath: Escondido dentro de cada uno de nosotros hay un hermano mayor que se aferra obstinadamente a la ley y rechaza el concepto ilógico de la gracia. Antes de denunciar el legalismo en otros, debemos reconocerlo en nosotros mismos. El legalismo es parte de nuestra naturaleza adámica caída. Tenemos que morir a ella, a menudo a diario.

Que el Señor nos revele si el legalismo, si la religiosidad ha penetrado en alguna forma en nuestro corazón y los hemos maquillado, que Dios nos salve de nosotros mismos en la cotidianidad de nuestra vida y nos permita dar gracia y misericordia al igual que la hemos recibido nosotros. Todos somos hijos de un mismo Padre, que el Señor quiera darnos un corazón conforme a su corazón y lo pidamos cada día, y lleguemos a ser por la gracia de Cristo unos religiosos redimidos.


Hasta la próxima.

AL

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